jueves, 26 de junio de 2008

Tercera noche de desvelo

Esperaba que esta noche
coincidiera mi sueño
con las campanas
y no precisamente con la aurora;
y no ha sido vano mi deseo
pues la nebulosa y pesada carga del dormir
pendula y cae sobre mi
hacia las tres de la mañana.

Pero como nada me asegura
que esta inconciencia reparará mis huesos,
atravieso por el medio
la senda fulminante del deseo
y concedo a esta última noche
las visiones que inquietan lo diurno.

Caigo en un pesado sueño en el que
una mujer de aspecto perturbador
me mira desde su cama
inspirando y exhalando
como hembra en celo.
Se aproxima su aliento
y sin que mueva otro músculo
me siento asediado por una sensación
de rechazo y atracción,
de asco y de intensa provocación.

Al segundo siguiente la tengo sobre mí,
mordiendo cada fibra de mi boca
y diciendo palabras suaves y obscenas,
tanto a mí como a otra mujer que nos mira
desde la penumbra
al otro lado de la cama.

Con un movimiento preciso
ha quitado el velo que cubría
sobre la pequeña mesa de madera
un recipiente metálico
cuyo contenido me es familiar
y a la vez angustiante.
La mujer decidida toma un pedazo de mi piel
a la altura del pubis
y atraviesa la carne con
una aguja atornillada
a una jeringa de cristal.

Mis sentidos se obnubilan
y mis piernas ya no responden.
Quedo absorto mirando a la mujer
escondida en la penumbra,
que no es otra que mi esposa,
que excitada por la contemplación de la escena,
ejercita una mueca de placer,
gimiendo sin control.

Consiento la posiblidad de introducirme
en un sueño dentro del sueño
y alucino con un compañero
que me presenta a su amiga nueva
a la cual llama Fertilaria;
mi compañero en la alucinación dice ser
fanático acérrimo del esperanto,
mientras se aleja secundado por su amiga
cargando una bicicleta sin la rueda de adelante.

Vuelvo sobre mis pasos
y pretendo que conozco de nuevo a la mujer
que ahora aparece sencilla e inofensiva.
Sin preámbulos comienza a hablarme
en un fluido esperanto,
que lejos de espantarme,
provoca en mí alegría
y salgo corriendo tras mi compañero,
su amiga y la bicicleta mutilada,
a contarle lo oportuno de la llegada
de esta señora dialectizada en esperanto.

No llego a dar con él,
ya que despierto bajo el hocico
de un labrador que lame mi hombro.
Aparto de mi al perro y tambaleo
al querer incorporarme;
afirmado en una biblioteca
me acomodo como puedo
y levanto mi cabeza;
creo que estoy desnudo.

Esquivando los viejos muebles de la sala
veo en un espejo opaco
que mi cara no es la misma,
que los perros la han destrozado.
Un trozo de carne inerme
cuelga por delante de mi ojo derecho,
y como carnada de reptiles
pende de un hilo de tendón o sustancia similar.

Sola, sin cavidad que la contenga
cae la lengua por el abismo que ha dejado
la falta de mejilla
y se encuentra tan cerca de la base
de la órbita ocular
que una arcada procede al descubrimiento
liberando de un golpe el cartílago cricoides
a través de la tráquea destrozada,
y dejando salir sin trabas
un líquido verde y acuoso
de olor corrosivo.

Las mujeres ahora recostadas
sobre la alfombra de la sala
se regocijan con mi aspecto
y doblan las rodillas
al perderse cada mano entre sus piernas
y las de su compañera.
Mi esposa acaba y ríe,
hace un gesto de satisfacción,
que esconde otra vez la mueca que habia hecho antes.

Mi despertar se ha producido ante
la imposibilidad de mantenerme calmado.
Lo primero que veo
al recuperar la conciencia
es la nuca y la espalda desnuda de mi mujer
recostada y moviendo levemente el torso.
No me animo a hablarle.