miércoles, 6 de agosto de 2008

Jazz

Durante la época de recesión y anarquía nos volvimos adictos al dixieland pegajoso de la Negroes Musique Ecentriques Band, oriunda de una población vecina, en la cual se incubaban en un oscuro caldo diversos tipos de ritmo, entre los que resaltaba por su viscosa armonía ese jazz cómodo y continuo, de blancos contrapuntos y memoria ciertamente trigueña que caracterizaba a la Band (como terminamos bautizándola por temor a la imperfecta pronunciación del nombre particularmente minucioso).

Sin darnos cuenta, nosotros mismos, quizás por reflejo o identificación, terminamos siendo parte de la Band; nos mimetizamos con el escenario y perdimos nuestra individuación que cada día nos hacía vagabundos, psicólogos, burócratas, insensibles, poetas o simples ladrones. Día a día, o mejor dicho noche a noche, al ingresar al bar y sumergirnos en el humo del tabaco y el incierto aroma que brotaba de copas y botellas; nuestra piel se oscurecía, sin opacarse, mutando en un color negro reluciente, una suerte de azabache, un matiz caoba quizás. El pulso se volvía casi violento, circulando con una sensación de fuego que invadía sin discriminar, mientras nuestras pupilas estallaban, volando y repartiendo esquirlas que llovían sobre todos nosotros, sobre la banda y también sobre el mundo que se erigía a nuestro alrededor. Era una sensación extraña y potente, a veces hasta psicótica.

La Band ardía sobre las tablas; a veces todo parecía arder; las oleadas de ragtime se fundían en un abrazo fulgurante con ráfagas de hot jazz y swing que transpiraban sangre en cada nota; mientras nosotros nos íbamos transformando de a poco en una masa uniforme y oscura que se balanceaba hipnóticamente, como adorando al fuego que nacía sobre todos. Al mismo tiempo, una lúcida sensación, una percepción tan efímera que se extinguía en el aire como si hubiera sido aire también en algún momento, trazaba una línea zigzagueante a nuestro alrededor, ofreciéndonos como sacrificios a la noche sin fin.

Toda esta ceremonia acontecía cada madrugada, cuando las sombras inundaban la ciudad y la negritud de la noche tragaba todo a su paso. Ya al amanecer nuestra piel retomaba su palidez original al regresar cada uno al suburbio que lo albergaba, y la calidez del fuego se iba extinguiendo durante los primeros minutos de vigilia. Todo esto se desarrolló así durante las primeras semanas; monótonamente al regresar, nuestra transformación nos convertía nuevamente en súbditos, en marionetas ocupando su lugar dentro de cada minúscula oligarquía que representaba el yugo particular. Cada uno autómata de sí mismo, casi olvidando que durante la noche era su propio rey o el brujo que saltaba dentro del círculo para imitar a su dios, obteniendo como regalo un aletargado orgasmo de bemoles liberado de una amarga trompeta. La mañana nos aplomaba y todos deambulábamos por la ciudad con una somnolencia indiferente. Todo esto fue así durante las primeras semanas; hasta que las manchas empezaron a marcarnos.

Nuestro selecto y celebrado grupo sólo cobraba vida durante la noche, antes del crepúsculo nuestras vidas no implicaban dependencia alguna, éramos simplemente conocidos, simpatizantes, camaradas y, en casos extremos, compañeros, pero no había nada formal que nos uniese. Un saludo, o solo un ademán, ya significaban suficiente cortesía. Pero al transcurrir el tiempo, algunos notamos que, con claridad, algunas partes de nuestro cuerpo no retomaban su color original luego de las sofocantes noches, sino que mantenían esa brillante negrura que nos caracterizaba como grupo cada madrugada.

Al principio, solo por curiosidad, nos escudriñábamos casi sigilosamente (pero con seguridad mutuamente) durante los encuentros diurnos fortuitos, que al pasar el tiempo se transformaron en intencionales, y a veces, inoportunos. Yo, por mi parte, intentaba cubrir histriónicamente cada señal de angustia que me producían los síntomas cuando consumaba alguno de estos encuentros, descubriendo que prácticamente todos sufríamos la extraña pigmentación parcial que delataba nuestra exuberante caravana nocturna. Algunos simplemente no le habían prestado mucha atención, suponiendo que las manchas desaparecerían de un día para otro; otros habían tomado la precaución de abstenerse de ir a escuchar a la Band (lo cual no todos lograron).

Cuando por fin logramos reunirnos un mediodía en el barcito de enfrente de la plaza, lo primero que hicimos fue constatar que todos habíamos quedado marcados; unos más, otros menos, pero todos de alguna manera negros. Todos lo sentimos más un estigma que una insignia. Ya no éramos un cuasigrupo que durante el día rondaba por las calles disperso, con ritmos e itinerarios distintos; sino que acabábamos de crear una minoría, que se confundía y danzaba por las sombras, como alimentando un impulso destructivo, contaminante, candente. Esto, que puede parecer cautivante, se volvió insoportable, al punto que nuestro agresividad por las noches aumentaba conforme a la temperatura y al sabor espeso que cobraba la bruma al crecer las sombras.

De a poco nos fuimos familiarizando con las manchas taciturnas; yo, tal vez un tanto alucinado, creí notar una tarde que una manchita particularmente impregnada de color empujaba hacia fuera como queriendo liberarse, tirando de la piel del abdomen, empujando, empujando...; no sé, creo que con tal de conservar la cordura, atribuí esa impresión a mi incipiente gordura. Eran manchas, manchitas, redondas, ovaladas, espiaban, se escondían, crecían, se estiraban, palidecían a veces, eran diurnas, siempre diurnas, porque en lo oscuro del bar, en las galerías de la noche, las manchas y manchitas migraban, crecían sin parar, se juntaban , se apareaban y dejaban de ser manchas para convertirse en piel de color. Ya casi no resultaba odioso despertar por la mañana e injuriar a la "fuckin` Negroes Musique Ecentriques Band", ya todo era familiar, mirar el espejo y descubrir que en el pómulo derecho nacía un nuevo lunar, preparar el café y notar qué similar resultaba el color del éste con la península que formaba la manchita a la derecha del ombligo, no pasar desapercibido y darse cuenta (o quizás perseguirse) que toda la fila izquierda de personas sentadas cómodamente en el colectivo tenía clavada la mirada en el mar negro que asomaba por debajo de la camisa, desperezándose y poblando gran parte de lo que solía ser mi blanca nuca.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, pese a haber quedado Europa destruida y haber muerto millones de personas, los aliados se sentían exaltados, alegres, vivos; y en oposición a todo este fervor, la principal fuerza del Triple Eje, el partido Nacionalsocialista, se hallaba aterrorizada, perseguida, muerta. Una rama de este partido, la SS, tenía como costumbre, tal vez por orgullo, identificar a sus miembros con un tatuaje, que situaban por debajo de la axila izquierda. Esta marca, además de expresar la pertenencia a la organización, denotaba la identidad y el rango de cada soldado. Al finalizar la guerra y años más tarde, antes y después de Nuremberg, los aliados y principalmente el sionismo, se encargaron de llevar a cabo la persecución y caza de los antiguos miembros del nazismo; a muchos de estos simplemente los identificaban con buscar la evidencia del tatuaje bajo el brazo. Luego los secuestraban y los mataban, o solamente los mataban.

Nunca llegaron a secuestrar a ninguno de nosotros, pero todos descubrimos que las marcas nos desdibujaban, nos hacían distintos y nos coronaban con el tributo de la discriminación. Voltear y darse cuenta que el mundo indiferente de todos los días se fija en uno por el sólo hecho de ser distinto, gratificaría si no fuera porque ese mundo teme a lo que es distinto, cree en lo blanco y admite sin restricciones que lo negro degenera, degenera lo que es bueno por ser blanco. No perdíamos nada por nuestra tinción de todos los días, salvo el trato igualitario que solía brindarnos nuestra antigua sociedad por mantenernos fieles a nuestra insuficiente pigmentación. A cambio de eso, cada noche obteníamos el fuego limpio y sagrado que la Band se empeñaba en obsequiarnos a través de resonantes baquetazos en parches y platillos y hambrientas cabalgatas de falanges sobre el piano improvisado al fondo del escenario; el negro que terciaba el contrabajo se mordía su labio inferior, a medida que sus afilados dedos se deslizaban y descendían por el mástil acariciando las gruesas cuerdas, se mordía sus delgados labios morados, acariciando las gruesas cuerdas; los demás parecían en trance (ellos y nosotros); el pianista, recostado casi sobre su amplio flanco derecho, se esforzaba por alinear delicadas, agudas frágiles notas superpuestas, todas por debajo de sus lentes oscuros, haciendo juego con los lentes oscuros de los demás Negroes Ecentriques que, pensándolo bien, no hacían mucho juego con la mirada celeste que proyectaba este último por sobre las gafas. Al compás del impasible contrabajista, la batería empezaba a galopar con un cierto ritmo asemejado al fox trot, mientras el bar seguía en trance. A esa altura, mis sentidos ya estaban bastante sumergidos como para descifrar si el poco cabello del trompetista era entrecano o claramente blondo, simulado negro; o admitir que la refinada y angosta nariz del baterista era menos acorde a su brillante negrura, que a las impunes manchas blancas que se dispersaban en su cuello y en el ir y venir de sus manos.

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