Durante la época de recesión y anarquía nos volvimos adictos al dixieland pegajoso de
Sin darnos cuenta, nosotros mismos, quizás por reflejo o identificación, terminamos siendo parte de
Toda esta ceremonia acontecía cada madrugada, cuando las sombras inundaban la ciudad y la negritud de la noche tragaba todo a su paso. Ya al amanecer nuestra piel retomaba su palidez original al regresar cada uno al suburbio que lo albergaba, y la calidez del fuego se iba extinguiendo durante los primeros minutos de vigilia. Todo esto se desarrolló así durante las primeras semanas; monótonamente al regresar, nuestra transformación nos convertía nuevamente en súbditos, en marionetas ocupando su lugar dentro de cada minúscula oligarquía que representaba el yugo particular. Cada uno autómata de sí mismo, casi olvidando que durante la noche era su propio rey o el brujo que saltaba dentro del círculo para imitar a su dios, obteniendo como regalo un aletargado orgasmo de bemoles liberado de una amarga trompeta. La mañana nos aplomaba y todos deambulábamos por la ciudad con una somnolencia indiferente. Todo esto fue así durante las primeras semanas; hasta que las manchas empezaron a marcarnos.
Nuestro selecto y celebrado grupo sólo cobraba vida durante la noche, antes del crepúsculo nuestras vidas no implicaban dependencia alguna, éramos simplemente conocidos, simpatizantes, camaradas y, en casos extremos, compañeros, pero no había nada formal que nos uniese. Un saludo, o solo un ademán, ya significaban suficiente cortesía. Pero al transcurrir el tiempo, algunos notamos que, con claridad, algunas partes de nuestro cuerpo no retomaban su color original luego de las sofocantes noches, sino que mantenían esa brillante negrura que nos caracterizaba como grupo cada madrugada.
Al principio, solo por curiosidad, nos escudriñábamos casi sigilosamente (pero con seguridad mutuamente) durante los encuentros diurnos fortuitos, que al pasar el tiempo se transformaron en intencionales, y a veces, inoportunos. Yo, por mi parte, intentaba cubrir histriónicamente cada señal de angustia que me producían los síntomas cuando consumaba alguno de estos encuentros, descubriendo que prácticamente todos sufríamos la extraña pigmentación parcial que delataba nuestra exuberante caravana nocturna. Algunos simplemente no le habían prestado mucha atención, suponiendo que las manchas desaparecerían de un día para otro; otros habían tomado la precaución de abstenerse de ir a escuchar a
Cuando por fin logramos reunirnos un mediodía en el barcito de enfrente de la plaza, lo primero que hicimos fue constatar que todos habíamos quedado marcados; unos más, otros menos, pero todos de alguna manera negros. Todos lo sentimos más un estigma que una insignia. Ya no éramos un cuasigrupo que durante el día rondaba por las calles disperso, con ritmos e itinerarios distintos; sino que acabábamos de crear una minoría, que se confundía y danzaba por las sombras, como alimentando un impulso destructivo, contaminante, candente. Esto, que puede parecer cautivante, se volvió insoportable, al punto que nuestro agresividad por las noches aumentaba conforme a la temperatura y al sabor espeso que cobraba la bruma al crecer las sombras.
De a poco nos fuimos familiarizando con las manchas taciturnas; yo, tal vez un tanto alucinado, creí notar una tarde que una manchita particularmente impregnada de color empujaba hacia fuera como queriendo liberarse, tirando de la piel del abdomen, empujando, empujando...; no sé, creo que con tal de conservar la cordura, atribuí esa impresión a mi incipiente gordura. Eran manchas, manchitas, redondas, ovaladas, espiaban, se escondían, crecían, se estiraban, palidecían a veces, eran diurnas, siempre diurnas, porque en lo oscuro del bar, en las galerías de la noche, las manchas y manchitas migraban, crecían sin parar, se juntaban , se apareaban y dejaban de ser manchas para convertirse en piel de color. Ya casi no resultaba odioso despertar por la mañana e injuriar a la "fuckin` Negroes Musique Ecentriques Band", ya todo era familiar, mirar el espejo y descubrir que en el pómulo derecho nacía un nuevo lunar, preparar el café y notar qué similar resultaba el color del éste con la península que formaba la manchita a la derecha del ombligo, no pasar desapercibido y darse cuenta (o quizás perseguirse) que toda la fila izquierda de personas sentadas cómodamente en el colectivo tenía clavada la mirada en el mar negro que asomaba por debajo de la camisa, desperezándose y poblando gran parte de lo que solía ser mi blanca nuca.
Al acabar
Nunca llegaron a secuestrar a ninguno de nosotros, pero todos descubrimos que las marcas nos desdibujaban, nos hacían distintos y nos coronaban con el tributo de la discriminación. Voltear y darse cuenta que el mundo indiferente de todos los días se fija en uno por el sólo hecho de ser distinto, gratificaría si no fuera porque ese mundo teme a lo que es distinto, cree en lo blanco y admite sin restricciones que lo negro degenera, degenera lo que es bueno por ser blanco. No perdíamos nada por nuestra tinción de todos los días, salvo el trato igualitario que solía brindarnos nuestra antigua sociedad por mantenernos fieles a nuestra insuficiente pigmentación. A cambio de eso, cada noche obteníamos el fuego limpio y sagrado que
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